El día que la luna bajó del cielo

Su ausencia dejó un infinito agujero negro en mi corazón. Dos inviernos pasaron desde la última vez que la vi. Extraño su mirada cálida llena de amor, el delicado toque de sus dedos, su risa que me llenaba el alma, sus te amo más sinceros. Cansada de mis interminables faltas decidió marchar. Acostumbrado a su perdón, debo admitir que jamás pensé que ese día llegaría. Luna no volvió por mí ¿Dónde estará? ¿Pensará en mí como yo en ella? El dolor de echarla en falta me fue hundiendo lentamente en un profundo abismo. La amarga tristeza trajo consigo mi final. Comencé a sentir como cada día una parte de mí abandonaba este mundo físico, hasta que terminé en una cama de hospital debido a una extraña enfermedad. Creí que enloquecía cuando una noche la vi parada junto a mi camilla.

¿Luna, de verdad eres tú? ¿No estoy soñando?- intenté abrazarla y me encontré abrazando al viento.

La miré totalmente desconcertado, ella sonría mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. Caí redondo en el suelo ahogado en llanto.

¿Cómo es posible?

Luna me contó que falleció en un accidente automovilístico aquel miserable día que la vi por última vez. Estuvimos horas hablando, lloramos y reímos juntos. Le dije cuánto la amaba y cuánto sentía no haber sido el hombre que merecía. Esa noche saqué todo lo que había guardado en aquellos dos años. No quería rendirme al cansancio y dormir por miedo a perderla de nuevo, pero Luna me prometió que jamás volveríamos a separarnos, me prometió que al despertar volvería a verla. Así fue. Al despertarme a la mañana siguiente lo primero que vi fue su hermoso rostro, lo primero que oí fue su dulce voz. Mi familia y amigos que solían visitarme a diario en el hospital quedaron perplejos ante la sorpresa de hallarme tan sonriente pese a mi condición de salud. Nadie podía verla ni oírla más que yo, pero para mí eso era más que suficiente. El retorno de Luna a mi vida me trajo regocijo y paz. No le temía a la muerte, pues morir significaría poder abrazar y besar a mi amada una vez más. Los días pasaron y ella se mantuvo a mi lado, me llenaba de palabras reconfortantes y me brindaba el amor que tanto había extrañado. Fui plenamente feliz mientras la enfermedad me consumía en aquella camilla.
Una tarde en la que los diluvios no cesaban, me encontraba rodeado de mi familia y amigos que lloraban desconsoladamente, los doctores habían dado la alarma. Mi corazón se debilitaba por segundo y cada vez me costaba más respirar. Yo estaba tranquilo y en paz porque Luna estaba ahí, sonriéndome, esperándome. Grande fue mi sorpresa cuando entró a la habitación de hospital una joven que lucía exactamente como ella, con la diferencia de que su cabello era más largo. Se abalanzó sobre mí en un mar de llantos. Desconcertado busqué a mi Luna y su imagen se desvaneció frente a mis ojos. Al instante lo comprendí todo; efectivamente había enloquecido. La verdadera Luna suplicaba mi perdón y se lamentaba una y otra vez por haber llegado tarde.

- Tu amor bajó del cielo para mí y me llenó de armonía mis últimos días de vida. Llegaste justo a tiempo para regalarme la dicha de sentir el calor de tu abrazo antes de partir.

Su llanto se hizo más intenso. Mis palabras solo lograron agudizar su dolor. Sus labios besaron delicadamente los míos, y justo en ese instante sentí con entera felicidad como mi alma abandonaba mi cuerpo.
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